Crónica de la Final
Real Madrid C.F. 9 - 9 C.A. Osasuna. Estos números cuentan la historia de un partido que superó todas las expectativas y se convirtió en leyenda del fútbol indoor infantil español.
El pitido inicial marcó el comienzo de lo que sería recordado como uno de los encuentros más emocionantes en la historia de la Copa de España Infantil Grupo Leche Pascual. Desde los primeros segundos, ambos equipos dejaron claro que habían llegado allí para disputar el título con uñas y dientes. El Real Madrid, con su tradicional camiseta blanca inmaculada, mostraba ese gen ganador que caracteriza a la institución desde sus categorías inferiores. Enfrente, Osasuna lucía orgulloso su rojillo, dispuesto a dar la campanada ante uno de los grandes del fútbol español.
Los primeros minutos sirvieron para tomar temperatura al partido. Los técnicos observaban atentos desde la banda, analizando cada movimiento del rival, buscando puntos débiles en sus defensas y fortalezas en sus ataques. El balón circulaba de un lado a otro de la pista con una velocidad vertiginosa, aprovechando la reducida superficie del fútbol indoor donde no hay tiempo para titubeos ni para segundas oportunidades. Cada pérdida de balón se convertía en un contragolpe potencial, cada robo podía significar un gol que cambiara el rumbo del marcador.
No tardó en llegar el primer gol del partido. El Madrid abrió el marcador con una jugada ensayada que salió a la perfección, un saque de banda rápido que pilló descolocada a la defensa navarra y terminó en la red tras un remate seco y colocado. El pabellón estalló en gritos de júbilo por parte de la afición madridista, mientras que los jugadores merengues celebraban con efusividad ese tanto que les ponía por delante en el luminoso. Sin embargo, la ventaja duró apenas unos minutos porque Osasuna respondió con un golpe sobre la mesa que dejó claro que no había venido a ser comparsa de nadie.
El empate llegó tras una presión alta que forzó un error en la salida de balón del Madrid. Un robo limpio en campo contrario, dos toques precisos y el esférico entraba mansamente en la portería blanca ante la impotencia del guardameta que nada pudo hacer para evitarlo. Uno a uno en el marcador y todavía quedaba prácticamente todo el partido por delante. Los entrenadores hacían gestos desde sus respectivas áreas técnicas, dando instrucciones continuamente a sus jugadores, intentando que mantuvieran la concentración en un ambiente cada vez más electrizante.
Lo que vino después fue un auténtico recital de fútbol indoor donde ambos equipos desplegaron todo su arsenal técnico y táctico. El Madrid volvía a adelantarse en el marcador con un golazo de su estrella, un regate imposible seguido de un disparo cruzado que besó el poste antes de entrar. Dos a uno para los blancos, pero la alegría les duraba exactamente lo mismo que antes. Osasuna igualaba nuevamente el partido con un tiro desde la frontal del área que se coló por la escuadra, haciendo que el portero madridista solo pudiera mirar cómo el balón se alojaba en su portería.
Esta dinámica se repetiría una y otra vez durante todo el encuentro. Cada vez que uno marcaba, el otro respondía con la misma moneda. Tres a dos, tres a tres. Cuatro a tres, cuatro a cuatro. Los chavales corrían de un lado a otro sin dar un respiro al cronómetro ni a sus pulmones. Sudaban, se esforzaban al máximo de sus capacidades físicas, pero ninguno quería dar su brazo a torcer. La tensión en las gradas iba in crescendo con cada tanto anotado, con cada ocasión clara que se producía en alguna de las dos porterías.
Los técnicos agotaban todos sus tiempos muertos intentando reorganizar a sus equipos, buscando fórmulas que rompieran esa igualdad tan apretada en el luminoso. Probaban diferentes sistemas defensivos, modificaban líneas de presión, cambiaban a jugadores para dar frescura o para aportar características diferentes a las que había en ese momento sobre la pista. Todo valía con tal de inclinar la balanza hacia su lado. Pero ni las rotaciones ni los cambios tácticos conseguían romper ese equilibrio casi perfecto que se había instalado en el partido.
Cuando el marcador señalaba siete a siete, con apenas unos minutos por disputarse, parecía imposible que alguien pudiera sentenciar el encuentro en tiempo reglamentario. Sin embargo, los goles seguían llegando. Ocho a siete para el Madrid gracias a un contragolpe demoledor. Ocho a ocho tras una falta directa ejecutada magistralmente por el capitán de Osasuna. Nueve a ocho, ventaja merengue que hacía presagiar el título. Pero no, porque llegaba el noveno tanto rojillo en el último suspiro del partido, forzando esa tanda de penaltis que nadie esperaba pero que todos necesitaban para cerrar un partido tan épico como aquel.
Tras el nueve a nueve del tiempo reglamentario, tocaba dirimir al campeón desde el punto de penalti. El silencio se apoderó del pabellón cuando los árbitros colocaron el balón en la marca fatal por primera vez. Los porteros se frotaban las manos, preparándose mentalmente para intentar convertirse en héroes de sus respectivos equipos. Los lanzadores elegidos por los entrenadores caminaban con pasos lentos hacia el centro de la pista, intentando controlar los nervios que les atenazaban el estómago.
El primer penalti correspondía al Real Madrid. Su lanzador cogió aire profundamente, miró al portero fijamente tratando de intimidarle, dio tres pasos hacia atrás y arrancó su carrera. El balón salió disparado hacia la escuadra derecha, pero el guardameta navarro adivinó la trayectoria y consiguió desviar el esférico con la punta de los dedos. La grada rojilla estalló en un grito de alivio mientras el jugador madridista se llevaba las manos a la cabeza sin poder creer que había fallado. Osasuna tenía ahora la oportunidad de ponerse por delante en la tanda.
Sin embargo, la presión también pasó factura al conjunto pamplonés. Su primer lanzador envió el balón fuera, perdonando esa ventaja inicial que tanto habría significado psicológicamente para el resto de la tanda. Los siguientes penaltis fueron un festival de aciertos por ambas partes. Los porteros adivinaban el lado pero no llegaban al balón, los lanzadores ejecutaban con una frialdad impropia de su edad. Uno tras otro, los penaltis iban entrando en ambas porterías, manteniendo la igualdad que había caracterizado todo el partido.
Llegó el penalti definitivo. El Real Madrid tenía la posibilidad de sentenciar si marcaba su siguiente lanzamiento. El elegido para ejecutarlo era el capitán del equipo, el líder natural del vestuario blanco. Colocó cuidadosamente el balón sobre el punto, retrocedió cuatro pasos, observó al portero que le retaba con gestos desde la línea de gol, y arrancó su carrera con determinación. El disparo fue perfecto, pegado al palo, imposible de detener para el guardameta de Osasuna que se lanzó tarde y hacia el lado contrario. El Real Madrid era campeón de la Copa de España Infantil Grupo Leche Pascual tras una final absolutamente memorable.